A 70 años del lanzamiento de las bombas atómicas de EEUU a las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, compartimos el excelente trabajo de José María Pérez Gay, publicado por La Jornada en agosto de 2005.
(Por José María Pérez Gay / La Jornada)
I
El lunes 6 de agosto de 1945, el Servicio Meteorológico de Japón anunció un día soleado, con temperaturas entre 26 y 32 grados en Tokio y sus alrededores; sobre el Pacífico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este, frente a un máximo estacionado sobre China que se desplazaba rumbo al norte. A las 2:45 de la mañana, un bombardero estadunidense B-29 despegaba de la base aérea de Tinian. Paul Tibbets, el capitán de la nave, había bautizado un día antes a la superfortaleza B-29 con el nombre de su madre: Enola Gay, iba ligero de equipaje, sin ametralladoras a bordo, llevaba una tripulación de 12 hombres y a Little Boy, una bomba atómica. Su destino final: Hiroshima. A las 7 de la mañana, una hora antes de llegar a Japón, el sistema de vigilancia aérea descubrió no sólo al Enola Gay, sino también a sus dos aviones escolta, el Bockscar y The Great Artiste; las estaciones de la radio interrumpieron su programación y se activaron las sirenas de alarma en todo el país.
A las 8:06 de la mañana, la vigilancia aérea de Hiroshima advirtió que se trataba sólo de un vuelo de reconocimiento a gran altura y no de un bombardeo masivo. Por esa razón la gente no se trasladó a los refugios antiaéreos; el estado de emergencia y la evacuación se ordenaba sólo cuando atacaban grupos de cazas y bombarderos. Nadie imaginaba, pues, al Enola Gay y su funesto mandato. Cuatro días antes, la fuerza aérea estadunidense había empleado la misma táctica disuasiva: enviaron varias veces al día vuelos de reconocimiento sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, el mismo día de la explosión nuclear tres aviones estadunidenses de reconocimiento sobrevolaron el área al amanecer. Cuando las sirenas de alarma dejaron de sonar, comenzó el infierno de Hiroshima.
A las 8:15 de la mañana, el Enola Gay lanzó desde una altura de 9 mil 450 metros una bomba de tres metros de largo y cuatro toneladas de peso sobre la isla de Hiroshima. La fortaleza voladora B-29 dio un giro y regresó a su base sin contratiempos. A una altura de 580 metros sobre el centro de la ciudad y sobre el hospital Shima estalló la primera bomba nuclear de la historia con una fuerza de 12 mil 500 toneladas de trinitrotolueno. A las 8:17, en plena hora pico matutina, una enorme esfera de fuego envolvió al centro de la ciudad, la temperatura alcanzó 300 mil grados celsius en una millonésima fracción de segundo; las personas que estaban en el hospital se evaporaron y una onda expansiva de 6 mil grados de calor carbonizó los árboles a 120 kilómetros de distancia; de las 76 mil casas y edificios de Hiroshima, 73 mil desaparecieron. Mientras tanto se había levantado un hongo atómico de 13 kilómetros de altura que expandía material radiactivo por toda la región y, 20 minutos después, comenzó la lluvia atómica contaminando de muerte a las personas que habían escapado del calor y las radiaciones. A 560 kilómetros de distancia, uno de los artilleros del Enola Gay vio todavía al hongo expanderse en el espacio. Dos horas después habían muerto entre 90 mil y 200 mil personas, y el 80% de la ciudad había desaparecido.
Durante la cruenta guerra del Pacífico (1941-1945), Hiroshima era una de las pocas ciudades japonesas que se había librado de un bombardeo masivo. El consorcio Mitsubishi fabricaba en sus astilleros los buques de guerra de la flota japonesa. Además, en la ciudad se encontraba el cuartel general del Segundo Ejército Imperial bajo las órdenes del mariscal de campo Hata Shunroku, responsable de la defensa del sur de Japón. Hiroshima era entonces un centro importante de reunión militar y contaba con grandes almacenes donde conservaban «bienes» de guerra. Al igual que la la ciudad de Dresde -destruida meses antes por la Fuerza Aérea británica- la mayoría de los habitantes de Hiroshima eran civiles, entre ellos 30 mil coreanos, 10 mil chinos y algunos estadunidenses prisioneros de guerra. Tres días después, el jueves 9 de agosto, la fuerza aérea de Estados Unidos lanzó otra bomba atómica sobre Nagasaki. Por causas que se desconocen la bomba se desvió y no estalló en el centro de la ciudad, las víctimas fueron 70 mil personas, una cantidad menor que en Hiroshima; sin embargo, sus efectos radiactivos siguen siendo devastadores en Nagasaki.
El comité para elegir los blancos nucleares, el target committee, en los Alamos valoró las siguientes ciudades como objetivos posibles: Kyoto, Yokohama, Kokura, Nigata y el palacio imperial de Tokio. Sus estrategas militares eligieron Hiroshima porque, salvo algunos edificios de cemento armado, el centro de la ciudad contaba sólo con edificios de madera y, según sus cálculos, sería más fácil levantar una tormenta de fuego. Los centros industriales se encontraban fuera de la ciudad, pero estaban también construidos con cedro y su destrucción sería inevitable. A principios de 1942, la ciudad de Hiroshima tenía 380 mil habitantes; unos años después las emigraciones disminuyeron la población. En el verano de 1945, Hiroshima contaba con 225 mil habitantes. Después de la explosión sobrevivieron sólo 25 mil. Dos días más tarde, el 8 de agosto, la Unión Soviética invadió Manchuria y declaró el estado de guerra con Japón. El 14 de agosto el imperio japonés anunció su rendición incondicional y los políticos y líderes estadunidenses interpretaron la victoria como una consecuencia inmediata de «esa arma milagrosa». Al día siguiente se levantó la censura vigente durante todos los años de guerra, con una excepción. No se podía informar sobre los efectos de la bomba atómica que estalló en Hiroshima.
Por esos días, Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia firmaron el Acuerdo de Londres, que convertía los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad en actos punibles ante un tribunal internacional. El acuerdo corría el riesgo de fracasar en el pantano florido de las propios crímenes y exterminios. En ese sartal de monólogos emergía un serio conflicto jurídico internacional. ¿Cómo evitar la condena de las naciones que bombardearon de forma sistemática las poblaciones civiles de Alemania y Japón? De acuerdo con las normas del derecho internacional vigente, los aliados eran tan culpables como la Luftwaffe alemana. En su exposición final, el Tribunal declaró inocentes a los alemanes y a los aliados porque «los bombardeos aéreos de ciudades y fábricas se han convertido en práctica habitual y reconocida por todas las naciones». El bombardeo de civiles se había convertido en derecho común. Cuando el 16 de julio se llevó a cabo el primer ensayo de la bomba nuclear, Leo Szilard y otros 69 científicos enviaron una carta al presidente Truman solicitándole que no se arrojara la bomba sin antes prevenir al adversario. Los militares interceptaron la petición y se ocuparon de que no llegara nunca a manos del presidente Truman.
La primera noticia que Estados Unidos tuvo de la explosión en Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, cuarenta y cuatro meses después del bombardeo de Pearl Harbor, fue la declaración del presidente Harry S. Truman: «Hace dieciséis horas un avión norteamericano lanzó una bomba sobre Hiroshima, una importante base militar japonesa». Con todo, la opinión casi unánime del Departamento de Estado, al término de la conferencia de prensa, era que los resultados fueron mejores de lo que todos esperaban. En Hiroshima: la última historia(2005), Florian Coulmas escribe que Truman «olvidó mencionar que Hiroshima no era una base militar, sino una ciudad de más de 300 mil habitantes, y que la bomba no estaba destinada a destruir la base militar, sino el corazón de la ciudad». En el diario que escribía en Potsdam, Alemania, durante las negociaciones con Stalin y Churchill, Truman escribió: «Hemos desarrollado la más devastadora de las armas en la historia del género humano (…) La vamos a emplear contra Japón (…) Los objetivos militares serán soldados, marinos, pero nunca mujeres o niños. Aunque los japoneses sean unos salvajes, crueles, implacables y fanáticos, nosotros, los líderes del mundo y los defensores del Estado de bienestar, no debemos arrojar esta bomba terrible sobre la antigua o la nueva capital». Sin embargo, Wilfred Burchett, un periodista australiano, publicó el 6 de septiembre de 1945 en el London Daily Press un reportaje sobre Hiroshima que demolió la censura y reveló el verdadero horror de las armas nucleares.
II
Wilfred Burchett, periodista australiano, escribió el 6 de septiembre de 1945 en el London Daily Press un artículo que se publicaría después en los principales diarios del mundo: «Treinta días después de que la bomba atómica destruyera la ciudad de Hiroshima y estremeciera al mundo, la gente que sobrevivió al cataclismo sigue muriendo en forma enigmática y aterradora, de síntomas desconocidos; sólo puedo describir ese síndrome como la plaga atómica«. Burchett había visitado el único hospital fuera de la ciudad y vio a cientos de pacientes en el suelo: sus cuerpos estaban demacrados y despedían un hedor insoportable, muchos sufrían graves y profundas quemaduras.
Al principio los médicos y cirujanos trataban las quemaduras como cualquier otra, pero los pacientes se licuaban por dentro y morían. Ningún médico había visto nada igual. «Sin alguna razón aparente, su salud comienza a deteriorarse -escribía Wilfred Burchett en su reportaje-, se presentan fallas multiorgánicas, pierden el apetito y el pelo de la cabeza, sus cuerpos se cubren de manchas azules y, antes de morir, sangran por los ojos, la nariz y la boca. Los médicos japoneses les inyectan vitaminas, pero la carne de los enfermos se pudre al contacto con la aguja. Hay algo que acaba con los glóbulos blancos, pero no sabemos qué es. ¿Cómo podemos detener -se preguntaba el doctor Katsuba, director del Hospital- esta aterradora enfermedad?»
Los servicios de inteligencia estadunidenses se informaron unas semanas antes de que el reportaje de Burchett estaba a punto de salir -cuenta el historiador Florian Coulmas-, y publicaron en esa misma fecha un informe sobre 200 atrocidades perpetradas por los militares japoneses a prisioneros de guerra estadunidenses, incluidos canibalismo y soldados enterrados con vida. Unos días después, William Laurence, periodista al servicio de la Casa Blanca, escribió el carácter maravilloso del bombardeo en Nagasaki. Respecto de la bomba atómica, escribió lo siguiente: «Estar cerca de la bomba y contemplarla mientras se convertía en un ente vivo, tan exquisitamente modelada que cualquier escultor se sentiría orgulloso de haberla creado, lo transporta a uno al otro lado de la frontera que separa la realidad de la irrealidad y nos hace sentir la verdadera presencia de lo sobrenatural».
Una semana después el general Robert Farell invitó a 12 científicos a Hiroshima, y les «demostró» que la explosión nuclear no había dejado rastros de contaminación radiactiva. Ya para entonces el general Groves aseguraba al Congreso que la radiación no causaba «sufrimiento inhumano» a sus víctimas, «por cierto», afirmaba el general, «es una manera muy placentera de morir». Nadie vio las imágenes de esa muerte placentera. Durante muchos años se prohibió la exhibición de las fotografías de las víctimas. Además, se confiscó un documental japonés de tres horas de duración sobre Hiroshima, cuyas imágenes sólo fueron difundidas 20 años después, y que formaron el centro de la extraordinaria película Hiroshima y Nagasaki, de Eric Barnouw.
Bert V. A. Röling, historiador holandés, afirma que, después de la lectura de los protocolos del Consejo de Ministros y del Consejo Imperial japoneses, las explosiones nucleares no pueden considerarse la causa directa de la rendición incondicional de Japón. La guerra del Pacífico habría terminado antes del primero de noviembre de 1945 sin el uso de las bombas atómicas, según un informe militar estadunidense de marzo de 1946. Después de la derrota de Alemania, José Stalin había aprobado en Yalta la guerra contra los japoneses, por esa razón muchos militares estadunidenses ya no contaban con los dos proyectos de invasión: el de noviembre de 1945 y el de marzo de 1946. A principios de julio, el general Dwight Eisenhower consideraba que la rendición del imperio japonés era inmediata. ¿Harry Truman evitó las negociaciones de paz con Japón -se preguntaba Röling- porque le habrían impedido lanzar las bombas? El argumento principal del presidente Truman -una parte del repertorio histórico de Estados Unidos- consistió en afirmar que las bombas atómicas salvaron una gran cantidad de vidas, sobre todo estadunidenses. Después de las explosiones nucleares en Hiroshima y Nagasaki, Truman insistió en dos puntos esenciales: a partir de ese momento los jóvenes de Estados Unidos estarían a salvo y, sobre todo y ante todo, ningún país tendría el poder nuclear en sus manos.
Los estrategas del Pentágono calculaban un sinnúmero de bajas en la invasión de las islas japonesas; las batallas de Iwo Jima y Okinawa les habían costado 9 mil 600 soldados. La invasión y la ocupación de Tokio les costaría un millón de bajas estadunidenses.
III
Fuente: La Jornada, 10 de agosto, 11 de agosto y 12 de agosto de 2005
Fotografías: NY Daily News
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