(Por Luis Hernández Navarro / La Jornada)
El relato oficial sobre la tragedia de Iguala quedó reducido a cenizas. La «verdad histórica» del ex procurador Jesús Murillo Karam fue devorada por el fuego de las evidencias. El informe del Grupo Interdiciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) demolió desde sus cimientos la versión gubernamental de los hechos. Como dijo una madre de familia: «Sabíamos que era mentira».
Según el informe del GIEI, los ataques a los normalistas rurales de Ayotzinapa en Iguala, el 26 de septiembre pasado, buscaron impedir que los tres autobuses tomados por los jóvenes en Iguala y los dos en los que habían llegado salieran de la ciudad. También castigar a los muchachos.
Es falso que –como dijo Murillo Karam– los estudiantes pretendieran sabotear el acto de María de los Ángeles Pineda como presidenta del DIF de Iguala. Cuando ellos llegaron a la ciudad el evento tenía una hora de haber terminado.
La agresión contra los alumnos fue masiva, escalonada e indiscriminada. Se desarrolló en nueve distintos lugares y en diferentes momentos (durante tres horas), bajo una dirección y coordinación.
La magnitud y sofisticación de los ataques requirieron de niveles complejos de comunicación, infraestructura y coordinación que ni remotamente corresponden a los que posee el grupo de Guerreros unidos en la zona. No hay en Iguala antecedentes de un operativo de esta magnitud ni en los asesinatos, ni en las desapariciones, ni en el ocultamiento de restos humanos en fosas. Alguien más, con más recursos, conocimiento y capacidad de actuar en el terreno, tuvo que hacerse cargo de esa tarea.
El operativo contra los normalistas tuvo dos etapas distintas: las dos caras de una misma moneda. En la primera, la del ataque a los autobuses y a quienes participaban en la conferencia de prensa para denunciar los ataques iniciales, los agresores no ocultaron su identidad y no les importó actuar ante testigos. En la segunda, la de la desaparición forzada de los jóvenes, los perpetradores buscaron ocultar y borrar las huellas del crimen y su identidad. La decisión de desaparecer a los estudiantes tuvo continuidad con la violencia desatada contra ellos desde el inicio. Ambas fueron parte de una misma operación.
Según los especialistas de la CIDH, un peritaje calificado e independiente mostró, fehacientemente, que es insostenible la versión gubernamental de que los 43 normalistas fueron asesinados por un grupo de sicarios y sus restos incinerados en un basurero del municipio de Cocula. Así, el corazón del relato gubernamental naufragó estrepitosamente.
El informe no sólo muestra que la verdad histórica
fue mentira. También abre serias interrogantes sobre la responsabilidad de funcionarios públicos e instituciones de seguridad en las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas y los atentados contra los alumnos de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos.
Las policías estatal, municipal y federal, así como el Ejército, estuvieron informados en tiempo real, y prácticamente en todo momento, de los trágicos acontecimientos del 26 de septiembre de 2014 en Iguala. Las fuerzas de seguridad tuvieron conocimiento a través del Centro Estatal de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo (C4) de lo que los normalistas de Ayotzinapa hicieron desde su salida de su escuela, faltando un minuto para las 6 de la tarde, hasta que fueron atacados y detenidos.
A pesar de que agentes de diferentes fuerzas de seguridad o del Ejército supieron que los estudiantes de Ayotzinapa estaban siendo atacados violentamente por uniformados y por civiles armados, no hicieron nada por evitarlo. No obstante que policías y soldados se encontraban en el lugar mismo de los hechos, permitieron que los jóvenes fueran salvajemente agredidos.
Sin embargo, hay dos momentos en que las comunicaciones en el C-4 en poder del GIEI desaparecieron. Curiosamente esa falta de información coincide con el tiempo posterior al primer ataque en la calle Juan N. Álvarez y al instante en que se perpetra una segunda agresión en el mismo lugar. De acuerdo con un documento oficial de Protección Civil de la coordinación de Chilpancingo, la transmisión de información a partir del C-4 se suspendió en ciertos periodos porque la comunicación fue intervenida por la Secretaría de la Defensa Nacional.
Esto significa que, por alguna razón que no se ha esclarecido, el Ejército bloqueó la comunicación del C-4 justo en el momento en el que se efectuaron dos de los ataques claves contra los normalistas. El porqué lo hizo es una pregunta sin respuesta.
No son los únicos casos en que el informe señala la participación de militares en la noche de Iguala. Elementos del 27 batallón de infantería estuvieron presentes en varias escenas del crimen, buscaron infructuosamente estudiantes detenidos en la comandancia de policía e interrogaron (y amenazaron) a los jóvenes que se encontraban en la clínica Cristina solicitando que uno de sus compañeros fuera atendido.
La tragedia de Iguala es hoy un terreno de lucha entre la memoria y el olvido. El gobierno apostó a dejar atrás los ataques, las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones forzadas de los normalistas. Los padres de familia de las víctimas no han cejado en que se llegue a la verdad de los hechos y se haga justicia. El informe del GIEI es un punto a favor de la lucha por la memoria. Un paso adelante en la búsqueda de la verdad y la justicia.
Fuente: La Jornada
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