(Por Graziella Pogolotti / Juventud Rebelde)
Junto a los cubanos de buena ley, adscritos a las más diversas creencias, le doy la bienvenida, porque hablamos el mismo idioma y compartimos una memoria común, porque aspiramos a salvar la especie en un planeta de paz y justicia.
La iglesia católica ha atravesado una historia de dos milenios. Los símbolos y las imágenes que la acompañan han contribuido a configurar una cultura que incluye, en distinto grado, a creyentes y no creyentes, a fariseos y a gentes de buena voluntad. Tiene un legado múltiple. El poverello de Asís asoció su conducta a los desposeídos. Ignacio de Loyola, general fundador de la Compañía de Jesús, organizó las huestes sobre la base de una estricta disciplina y del más riguroso estudio de las ciencias y de las humanidades en un momento crucial para el porvenir de la catolicidad. Lutero se había alzado contra las exacciones a los desamparados destinados a sostener el boato de la corte Vaticana. Reiterado en el arte de los mensajes del arte jesuita, el memento mori recordaba a todos la igualdad que nos une en el momento final, lo efímero de la vida y de los bienes terrenales. La Iglesia trajo a América la cruz y la espada, pero también la palabra combativa de Fray Bartolomé de las Casas.
A mediados del siglo XX, Monseñor Ángel Gaztelu, párroco de Bauta por aquel entonces, amigo de poetas y artistas, edificó una pequeña iglesia en la cercana playa de Baracoa, habitada por humildes pescadores. El contexto le sugirió un regreso al cristianismo primitivo. Ante una mesa sencilla, oficiaba misa frente a los feligreses. El Crucificado, obra del escultor Alfredo Lozano, pendía del techo, sostenido por un hilo metálico. El rostro no se volvía hacia lo alto. Inclinado hacia adelante, el cuerpo ofrecía amparo a los creyentes. También poeta, Gaztelu pertenecía a un grupo conocido con el nombre de Orígenes.
Vuelvo a las circunstancias de su visita. Durante medio siglo, los cubanos hemos luchado en favor de una existencia más justa para todos. Hemos tenido tropiezos. Hemos cometido errores. Pero nuestro horizonte siempre ha sido el de la confianza en el mejoramiento humano. Hemos afrontado enormes sacrificios movidos, como José Martí, por la confianza en el mejoramiento humano. Sin cejar en los irrenunciables propósitos que llenaron de sentido nuestra existencia, estamos entrando en otra etapa, en virtud del restablecimiento de las relaciones con los Estados Unidos, fruto de una prolongada negociación en la que su Santidad desempeñó un papel reconocido.
No es mi intención enumerar las agresiones mediante las cuales se ha querido doblegar nuestra voluntad de construir un país diferente. Ahora mismo, el bloqueo no ha cesado. En este planeta convulso, donde la tragedia se ha convertido en información cotidiana, los efectos enajenantes de las tecnologías aplicadas a los medios de comunicación nos incluyen y trascienden. A la depredación suicida de la naturaleza se añaden los inconmensurables recursos destinados a producir una creciente enajenación del ser humano, cada vez más distanciado de su realidad concreta. Las imágenes seductoras que circulan crean adicción, interfieren las relaciones personales, cercenan la capacidad de pensar. Hipnotizados, nos sometemos a las leyes y los paradigmas de un mundo virtual. Los videojuegos forjan necesidades y actitudes desde la primerísima infancia. En muchos casos se incita a la violencia más irracional, se modelan superhéroes, y el éxito se compensa con retribuciones en oro.
Su Santidad ha manifestado una vocación ecuménica. Paso a paso, la ciencia ficción ha invadido nuestra cotidianidad. La seducción de los medios exacerba el individualismo de la persona aislada. La libertad de pensar se anula desde el instante en que nace. Un poder enmascarado emite mensajes que paralizan el desarrollo de la conciencia y la capacidad de discernir aquello que, vulnerable y frágil como el junquillo de Pascal, nos va haciendo a imagen y semejanza del Creador. La predestinación fatalista se impone sobre el libre arbitrio. Las diferencias doctrinarias ocupan un segundo plano cuando el poder anónimo del gran capital induce a la robotización de la criatura. La Iglesia Católica acrecienta su presencia convocante, solidaria, con los desposeídos del Mediterráneo y se afirma en el llamado al diálogo entre civilizaciones, al cese de la filosofía del despojo. Dispone también de recursos humanos y financieros para proponer formas renovadas de empleo de las tecnologías en favor de la plenitud humana, del estímulo a la creatividad, del disfrute de todo lo hermoso que nos ha regalado el planeta.
Fuente: Juventud Rebelde
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