(Por Ricardo Ronquillo Bello / Juventud Rebelde)
El desvelo con que se frotaron las manos los representantes de la derecha para que la visita de Juan Pablo II en 1998 —la primera de tres pontífices en 17 años— provocara la implosión del proyecto político del país, no pasó de ser un torpe presagio, alimentado más por la impotencia y el desespero que por una elemental racionalidad histórica.
La pretensión tenía un mal de fondo, como explicó Fidel en sucesivas oportunidades, antes y después de aquel acontecimiento. Por mucha que fuera la notoriedad de la idea de que el socialismo polaco, y el de toda Europa oriental y de la URSS, había sido derrumbado, entre otros factores determinantes, por el influjo del Pontífice, lo cierto es que el desmerengamiento fue provocado por los errores en la concepción y conducción de esos modelos, entre ellos la ortodoxia y el dogmatismo en la interpretación de la espiritualidad de sus pueblos y del más profundo sentido de la naturaleza y la libertad humanas.
Pruebas de cuánto han cambiado los vientos en ese sentido las ofreció el Cardenal Jaime Ortega durante su entrevista televisiva en el programa Con dos que se quieran, del canal Cubavisión. El máximo representante del catolicismo en Cuba subrayó que la Iglesia no está en el mundo para cambiar Gobiernos, sino para penetrar en el corazón de los hombres, que son quienes cambian las sociedades.
Precisamente uno de los aspectos destacados por el Cardenal en su diálogo con Amaury Pérez fue que el Papa Francisco llegaría a otra Cuba, y en realidad es así, como también lo es que tampoco la Iglesia es exactamente igual.
Para usar una imagen de Juan Pablo II en su despedida del país, en estas casi dos décadas desde su partida, y a las puertas de recibir a otra Santidad entre nosotros, no solo Cuba se ha abierto al mundo, y a sí misma, y el mundo se ha abierto a la Isla, sino que la Iglesia Católica Apostólica y Romana ha vivido sus propias aperturas.
A sus maneras, y para usar una palabra de moda en la Isla, tanto el socialismo criollo como la vida de la Iglesia están viviendo profundas e interesantes «actualizaciones», para adaptarse, no a una época de cambios, sino a un cambio de época, mirado desde la perspectiva del líder de la Revolución Ciudadana en Ecuador, Rafael Correa.
En ambas partes abundan en los últimos años los sacudones de dogmas y de envejecidos condicionamientos doctrinarios, para salir a reencontrarse con las «esencias de la fe», ya sea la del ideal socialista, o la del catolicismo.
Entre los cambios más significativos en Cuba, si nos atenemos al ámbito estrictamente religioso —y que por cierto se iniciaron antes de las transformaciones de estos años—, estuvieron la declaración del carácter laico de nuestro Estado, con las modificaciones constitucionales de 1992, y la aprobación del ingreso de los creyentes al Partido Comunista en el IV Congreso de esa organización. Ambos pasos apuntaron a despojarse de negativos vestigios doctrinales y a un ecumenismo político renovado, más a tono con las esencias de la nación. Ello fue lo que hizo posible la mediación ejercida por la jerarquía de esa iglesia en sensibles asuntos políticos recientes, por decisión soberana de nuestro Gobierno.
En ese propio ámbito estaban como antecedentes las ideas esbozadas por Fidel en su entrevista con el fraile dominico brasileño Frei Betto, publicadas en el libro Fidel y la religión, y el encuentro del Comandante en Jefe con líderes religiosos en 1990, un evento que marcó especialmente la relación entre el Estado y la religión en nuestra Patria.
Los cubanos, como ha reconocido Armando Hart, un luchador de la Generación del Centenario del Natalicio del Apóstol en Cuba, con independencia de nuestras raíces y creencias, estamos interesados cada vez más en conocer los nexos principales de la milenaria historia universal y en promover una cultura sin esquemas ni doctrinas ideologizantes.
En otros aspectos, lo que está ocurriendo en Cuba con el proceso de actualización liderado por Raúl y el Partido que representa la opción socialista del país es un verdadero volcán, que terminará por dejar una nueva geografía en la economía y en otros importantes aspectos, pese a que no siempre se pueda percibir la fuerza del magma que está sacudiendo al país, algunos no vean con claridad los caminos abiertos, o las transformaciones no ofrezcan hasta hoy todos los beneficios esperados en la vida cotidiana.
Analistas afirman que la magnitud de las medidas en marcha trasciende el significado que tradicionalmente se le ha asignado a la palabra actualización, con la que se definieron las transformaciones aprobadas en el VI Congreso del Partido —sin concesiones hacia el capitalismo—, recogidas en los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución. Cambiar todo lo que tenga que ser cambiado, en el concepto de Fidel.
Por su parte, el catolicismo mundial ha enfrentado en estos 17 años sus propios vía crucis, incluso sus «calvarios», que determinaron hasta la renuncia de Benedicto XVI a su pontificado, lo cual abrió el camino al ascenso del Papa Francisco a la máxima jerarquía del Vaticano.
Y este nuevo siervo de Dios, junto al carisma de su personalidad, está inspirando lo que ya algunos califican como una «revolución» dentro de la doctrina, que va desde la liturgia hasta espinosos asuntos como la relación con los pobres, la austeridad y honestidad en las instituciones y las obras, el antisemitismo, la pedofilia, el homosexualismo, el aborto, la «tiranía invisible» de la economía, la descentralización del poder en la Iglesia, las mujeres y los inmigrantes, por mencionar los que han generado mayores bendiciones o maldiciones.
Desde su primera exhortación apostólica, Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio), Francisco dio señales de apertura, al reclamar «una conversión del papado» para que el ejercicio de su ministerio sea «más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de evangelización». Afirmó, incluso, que algunas de las tradiciones históricas de la Iglesia podrían ser dejadas de lado si ya no sirven para comunicar la fe.
Es que, asentados sobre enormes dimensiones espirituales, el socialismo y el cristianismo verdaderos —el cambio del hombre por el amor y la fe— solo pueden existir sobre una eterna refundación de sus utopías, en contraste irreconciliable con el pragmatismo rudimentario, el utilitarismo y el individualismo que la modernidad siembra a diestra y siniestra, en franco desafío a los más hermosos valores humanistas de la civilización.
Es la utopía que, como afirmó Eduardo Galeano, está en el horizonte: «Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá». ¿Entonces para qué sirve…?, se preguntaba el escritor, y él mismo se respondía: «Sirve para caminar».
Y para caminar, para que nada corte las alas a los ángeles que resguardan la auténtica fe, ni entorpezca el vuelo hacia ese horizonte siempre corriéndose de Galeano, el socialismo cubano y el catolicismo universal parecen haber aprendido que hay que honrar la frase del escritor francés Conde de Rivarol: «Cada dogma tiene su día, los ideales son eternos».
Fuente: Juventud Rebelde
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