(Por Luis Hernández Navarro * / La Jornada)
Desde hace más de cinco siglos, la Iglesia católica latinoamericana y la lucha indígena caminan de la mano. En la guerra de exterminio contra los pueblos indios el catolicismo ha sido simultáneamente instrumento de dominación y espacio de resistencia. La visita del papa Francisco a San Cristóbal de Las Casas está inscrita en esta compleja dialéctica.
Al reflexionar sobre la conquista inconclusa de América Latina, el filósofo Bolívar Echeverría advirtió que los evangelizadores representan el momento autocrítico de la conquista. Ellos afirman que esos humanoides americanos, que debían ser en principio aniquilados y sustituidos, son seres humanos plenos, que tienen la misma jerarquía ontológica e incluso una jerarquía moral mayor que los propios conquistadores. Sostienen la posibilidad de que exista algo así como una conexión y un diálogo, una mixtura y una simbiosis, un enriquecimiento mutuo de su propia forma civilizatoria y la de los aborígenes. Esta utopía, principalmente de los franciscanos en el siglo XVI, fracasa en ese mismo siglo, pero a mismo tiempo queda esbozada como contratendencia.
¿Es Francisco heredero de esta contratendencia? Quizá sí, a juzgar por su homilía en la antigua Ciudad Real, por la Encíclica Laudato Si: sobre el cuidado de la casa común, por su llamado a pedir perdón a los pueblos indios (que ya había hecho en Bolivia) por la exclusión e incomprensión y su petición a cesar la opresión contra ellos.
No es casual que lo haya hecho en el sureste mexicano. Decía el historiador y antropólogo Andrés Aubry que, en Chiapas, la Iglesia católica “nació rebelde porque el fundador de la diócesis, fray Bartolomé de Las Casas, fue condenado por el rey y la Inquisición en 1570. ¿La razón? Entre muchas otras, pero la mayor: su tesis de que la soberanía del continente es de los indios…”
El Chiapas que fray Bartolomé forjó, una de las cunas de la conciencia moderna de los derechos humanos, fue –recuerda Aubry– la tribuna mundial de los indígenas. Dejó de ser el refugio de los encomenderos prepotentes para convertirse en la Iglesia popular desde la cual hablan los explotados.
Se trata de una Iglesia popular nacida de la fuerza de la identidad y cultura indígenas, de su capacidad para impactar las instituciones eclesiales, que renace en la década de los 60 del siglo pasado, durante el obispado de Samuel Ruiz. En esa época convergieron un proceso de reconstitución de los pueblos indios, con el Concilio Vaticano II y la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano realizado en Medellín. El mismo don Samuel Ruiz fue atravesado por esa dinámica. “Yo creía –confesó– que me habían enviado a Chiapas para evangelizar a los indígenas, y resulta que he sido yo el evangelizado por ellos.”
A su manera, este 13 de febrero, un día antes del 20 aniversario de la firma de los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena, el papa Francisco puso nuevamente a Chiapas en el centro de la resistencia de los pueblos originarios, tal como lo hicieron también Samuel Ruiz (a quien el prelado reivindicó al orar ante su tumba) y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
Lo hizo mediante importantes gestos simbólicos, como citar en su homilía como ejemplo de la experiencia del anhelo de vivir en libertad y del reconocimiento de la sabiduría acuñada en estas tierras desde tiempos lejanos, un libro central de la cosmogonía maya: el Popol Vuh. “El alba –leyó el prelado– sobrevino sobre las tribus juntas. La faz de la tierra fue en seguida saneada por el sol. El alba sobrevino para los pueblos que una y otra vez han caminado en las distintas tinieblas de la historia.”
El papa Francisco hizo también un enorme guiño a la herencia del trabajo evangélico del obispo Ruiz al citar en su homilía el Éxodo. Se trata del texto bíblico del cual la teología de liberación hizo su esquema fundamental de trabajo, y que la teología india del obispo de San Cristóbal utilizó en su trabajo pastoral como centro estructurante en su apuesta por hacer de los indígenas sujetos de su historia.
Testimonio de los nuevos vientos que soplan en la jerarquía vaticana, en Chiapas el papa Francisco denunció cómo algunos mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado han despojado a los pueblos indígenas de sus tierras. Apenas hace 25 años, allí mismo, el señor de horca y cuchillo Patrocinio González Garrido, gobernador de Chiapas, respondió a don Samuel, que se empeñaba en que se hiciera justicia a los pueblos originarios: Les devuelvo a los indios sus tierras cuando usted les regrese su religión.
El viraje religioso anunciado este 13 de febrero fue posible no sólo por los cambios producidos arriba, sino por la existencia abajo de un extraordinario equipo pastoral formado por Samuel Ruiz, que continúa hasta la fecha su legado: El de un catolicismo practicado en y con los desposeídos.
En la reconstitución de los pueblos indios participan activamente sacerdotes católicos. No en balde, en los diálogos de San Andrés los zapatistas convocaron como sus asesores e invitados a los jesuitas Ricardo Robles, Jerónimo Hernández, Alfredo Zepeda y Javier Ávila, al encarcelado (y liberado por la movilización popular) párroco de Simojovel, Joel Padrón, y a los sacerdotes expulsados de la diócesis de San Cristóbal Rodolfo Izal, Loren Riebe, Jorge Alberto Barón y Pablo Maldony.
Pero todo esto que sucede en las alturas de la Iglesia católica sería impensable sin un elemento cardinal: como señaló en su momento fray Bartolomé, la soberanía del continente es de los indios. O, como dijo el dirigente purépecha Juan Chávez en el Congreso de la Unión en 2001: Somos los indios que somos, somos pueblos, somos indios. Queremos seguir siendo los indios que somos; queremos seguir siendo los pueblos que somos; queremos seguir hablando la lengua que nos hablamos; queremos seguir pensando la palabra que pensamos; queremos seguir soñando los sueños que soñamos; queremos seguir amando los amores que nos damos; queremos ser ya lo que somos; queremos ya nuestro lugar; queremos ya nuestra historia, queremos ya la verdad.
* Twitter: @lhan55
Fuente: La Jornada
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