La guerra sucia que amenaza el proceso de paz

(Por Rafael Croda / Proceso)

Patrocinadas por el narcotráfico y protegidas por las autoridades a finales del siglo pasado, las bandas paramilitares colombianas que se dedicaron a asesinar a líderes políticos y sociales progresistas parecen haber renacido cuando se aproxima la desmovilización de la principal guerrilla de Colombia: un grupo llamado Águilas Negras lanza amenazas de muerte contra luchadores de izquierda. Se trata, aseguran especialistas, de personeros de algunos caciques regionales que suman riqueza y poder dentro del caos de la guerra.

BOGOTÁ (Proceso).- El pasado 24 de marzo un grupo autodenominado Águilas Negras declaró como objetivos militares a una veintena de dirigentes sociales, líderes políticos de izquierda y “periodistas serviles del castrochavismo” del suroccidental departamento colombiano del Cauca.

“Los vamos a matar como ratas”, señaló esa organización clandestina en un volante enviado vía correo electrónico y que circuló masivamente en esa región del país.

Las autoridades colombianas dudan que sigan existiendo las Águilas Negras, grupo paramilitar de extrema derecha surgido en 2006; sin embargo el ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, cree que se trata de una fachada de opositores al proceso de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que usan ese nombre “para intimidar a dirigentes políticos y sociales que apoyan las negociaciones con esa guerrilla”.

Y no sólo para intimidar. También para matar.

Un estudio del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac) señala que los asesinatos de líderes sociales, militantes de partidos políticos y sindicalistas aumentaron 35% entre 2014 y 2015, y que esa tendencia se mantiene este año.

De 78 casos registrados en 2014, se pasó a 105 en 2015, uno cada tres días en promedio. Las víctimas son, mayoritariamente, dirigentes de partidos y movimientos políticos de izquierda y oposición.

Este año, los homicidios con ese matiz político han seguido esa tendencia al alza. Entre enero y marzo, ocho líderes de izquierda y 16 dirigentes sociales fueron asesinados, el doble que en el mismo periodo de 2015, según cifras del Cerac y del Programa Somos Defensores, ONG que protege a activistas sociales y de derechos humanos.

El incremento de las ejecuciones por motivos políticos coincide con los avances de las negociaciones de paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC, las cuales se encuentran en la recta final.

“Lo que estamos viendo es un resurgimiento del paramilitarismo. Es una acción de la ultraderecha política, de sectores de las instituciones militares, de empresarios, y es un anuncio de que los guerrilleros que se incorporen a la vida civil pueden ser asesinados. Esto, sin duda, obstaculiza la paz”, dice a Proceso la presidenta de la izquierdista Unión Patriótica (UP), Aída Avella.

Según Avella –cuyo partido político fue exterminado en los ochenta y noventa por grupos paramilitares que actuaron en complicidad con agentes del Estado– en Colombia “ya está en marcha un plan paramilitar para aniquilar al movimiento político que surja de los diálogos de paz” que mantienen las FARC y el gobierno en La Habana.

Buscan, afirma, “reeditar el genocidio de la UP”. Esta organización política, que nació en 1984 en medio de un fallido proceso de paz entre el gobierno y las FARC, fue víctima de lo que la justicia colombiana calificó precisamente de “genocidio político”.

En el transcurso de dos décadas, paramilitares financiados por empresarios rurales y protegidos por el ejército y la policía asesinaron a 3 mil 186 militantes y dirigentes de la UP –entre ellos a dos candidatos presidenciales, 21 congresistas nacionales y regionales, 70 concejales y 11 alcaldes– y desparecieron a 514.

Además, otros mil 300 tuvieron que huir de sus comunidades o exiliarse.

Avella debió refugiarse en 1996 en Suiza, luego de que se salvó de un atentado de un comando paramilitar en Bogotá. Le dispararon una bazucazo que, por pocos centímetros, no dio en el blanco. Hoy es una decidida partidaria de la paz y le preocupa que el aumento de asesinatos de dirigentes políticos y sociales de izquierda acabe por afectar la negociación con las FARC.

“Me siento como en los años ochenta y noventa, cuando los paramilitares emprendieron un plan de exterminio contra los militantes de izquierda”, asegura la presidenta de la UP, quien vive rodeada de escoltas y se moviliza en un convoy de camionetas blindadas.

Neoparamilitarismo

Aunque el gobierno brinda esquemas de protección a mil 100 militantes de la UP en todo el país y a unos 5 mil dirigentes sociales, políticos, humanitarios y sindicales, el incremento de asesinatos de esta población obligó a los ministerios del Interior y Defensa, a la policía, la Fiscalía y la Unidad Nacional de Protección a formar un grupo especial para prevenir e investigar estos hechos.

La decisión fue tomada luego de que en marzo fueron asesinados nueve activistas en diferentes partes del país. En todos los casos, los autores fueron sicarios que los familiares y colegas de las víctimas identifican como parte de estructuras paramilitares conocidas con diferentes nombres: Los Urabeños, Los Rastrojos, el Clan Úsuga, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, Libertadores del Vichada y las Águilas Negras, entre otros.

Son grupos que surgieron tras la desmovilización, la década pasada, de unos 31 mil 600 paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que combatieron durante años, en complicidad con mandos del ejército y la policía, a las guerrillas izquierdistas, y que se financiaban con el tráfico de drogas. Eran los dueños del negocio de la cocaína.

Al desmovilizarse, una parte de ellos se rearmó. Las autoridades los consideran bandas criminales involucradas en el narcotráfico y la delincuencia organizada. Sus jefes son los nuevos capos de la droga, la extorsión y la minería ilegal. Y la mayoría tiene su origen en el paramilitarismo contrainsurgente.

Apenas el 31 de marzo, en una muestra de poder inusual, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia decretaron un “paro armado” en varias regiones del país, donde se suspendieron las actividades por temor a represalias.

Para el coordinador del Programa Somos Defensores, Carlos Guevara, “lo que tenemos hoy en Colombia es un nuevo tipo de paramilitarismo”.

Considera que se trata de “fuerzas oscuras contrarias al proceso de paz en las regiones, como empresarios, terratenientes, militares y la ultraderecha política, que se alían y contratan a organizaciones criminales para matar y amenazar a dirigentes sociales porque saben que éstos son las llaves que abren la paz en los territorios”.

Ese nuevo paramilitarismo “ya no tiene una organización nacional, como las AUC, sino un alcance regional, y lo que sí hemos encontrado en su accionar es un nexo con grupos enquistados en las fuerzas militares que actúan como los operadores de esas fuerzas oscuras que no quieren la paz”.

Las Águilas Negras, que para las autoridades se han convertido en una especie de “franquicia” del neoparamilitarismo, han hecho circular cerca de 100 panfletos amenazantes en los dos últimos años en diversas regiones del país y organismos humanitarios los vinculan con varios asesinatos de dirigentes sociales.

Guevara explica que el Programa Somos Defensores trabaja en un estudio sobre los enemigos de la paz en los organismos de seguridad del Estado, “y ahí llegamos a la conclusión de que las Águilas Negras pueden provenir de sectores de inteligencia militar, aunque por ahora es una hipótesis que no tenemos cómo comprobar”.

El año anterior, el ejército colombiano retiró del servicio a cinco oficiales y suboficiales de inteligencia y relevó a otros 19 uniformados y un civil que operaban un centro de espionaje que, según la Fiscalía, estaba dedicado a interceptar las comunicaciones telefónicas, los correos electrónicos y los chats de los negociadores del gobierno en el proceso de paz con las FARC.

La investigación interna se originó luego de que el propio presidente colombiano, Juan Manuel Santos, denunciara que “fuerzas oscuras espían a nuestros negociadores en La Habana (y) están tratando de sabotear el proceso de paz”.

De acuerdo con Guevara, esas “fuerzas oscuras siguen existiendo y no sólo son militares a los que les preocupa que se acaben la guerra y los altos presupuestos militares, sino también son caciques políticos y empresarios que, en medio del conflicto, han despojado a campesinos de miles de hectáreas y han hecho explotación masiva de recursos naturales”.

Son, asegura, “sectores históricamente beneficiados por la guerra que saben que esas ventajas se les van a acabar con un acuerdo de paz con las FARC”.

“Violencia política”

El politólogo y maestro en antropología de la Universidad de Columbia en Nueva York, Eduardo Álvarez Vanegas, señala que ante la inminencia de un acuerdo con las FARC y el anunciado inicio de negociaciones de paz con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional, en las regiones del país ha habido una “explosión” de organizaciones campesinas, sociales y de derechos humanos que se están proyectando hacia el posconflicto como liderazgos alternativos a los tradicionales.

“Hay intereses locales que temen ser desplazados por los grupos que se están organizando con la perspectiva de una Colombia en paz. Y lo que están haciendo es contratar a grupos armados criminales de origen paramilitar o con nuevos reclutas que están amenazado y asesinando a los líderes sociales”, sostiene el investigador y coordinador de dinámicas de conflicto de la Fundación Ideas para la Paz.

Lo que se está gestando en el país, afirma, es “un nuevo tipo de violencia política y las organizaciones sociales y políticas, como Marcha Patriótica, la UP y las mismas FARC, tienen razón en estar preocupadas por esto”.

De acuerdo con Álvarez Vanegas, en Colombia “hay muchos enemigos del proceso de paz y muchos poderes locales que reaccionan violentamente ante cualquier intento de modernización de los territorios rurales”.

El acuerdo de paz con las FARC prevé una millonaria inversión en desarrollo rural, reparto de tierras, asistencia técnica, créditos agrarios y construcción de infraestructura. Es una promesa de progreso que la mayoría de caciques regionales asume como un golpe a sus intereses y al control territorial que han ejercido durante generaciones.

“Temen el desarrollo de los oprimidos de siempre porque eso significa el fin de sus cacicazgos. Y esto es lo que los está haciendo reaccionar con violencia. Quieren impedir que las FARC se conviertan en un partido político legal y haga política sin armas”, señala Aída Avella.

Tema de negociación

El desmonte del paramilitarismo es uno de los puntos de negociación de las FARC y el gobierno colombiano en La Habana, ya que, de acuerdo con la guerrilla, es “imposible” concebir la transformación de ese grupo armado en una organización política legal sin esclarecer el fenómeno paramilitar y tomar medidas para erradicarlo.

Un documento de las FARC que fue presentado en la mesa de diálogos sostiene que “constituye un altísimo riesgo dar fin al conflicto armado sin el esclarecimiento previo de los orígenes, la activación, la reproducción, las modalidades específicas del accionar y las funciones desempeñadas de estructuras de contrainsurgencia, específicamente de carácter paramilitar”.

De hecho, el recrudecimiento de la violencia contra dirigentes políticos de izquierda –quienes son considerados por sus victimarios como simpatizantes o militantes de las FARC– ha provocado que esa guerrilla otorgue más relieve en las negociaciones al tema de su seguridad tras su desmovilización y dejación de armas.

Para Avella, el resurgimiento de la violencia contra los dirigentes de izquierda y activistas sociales es un tema que obstaculiza la firma de un acuerdo final de paz, “porque cómo se le exige a la insurgencia que deje las armas si por otro lado los paramilitares se están rearmado en todo el país y está en marcha un plan para aniquilar a las FARC cuando se desmovilicen”.

Esta situación, sostiene, la debe resolver el gobierno.

Fuente: Proceso / Foto: Fredy Amariles (Reuters)


 

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