(Por Graziella Pogolotti / Juventud Rebelde)
No me gustan los frijoles. Detesto la malanga. Soy emigrante y procedo de una familia de emigrantes. Solo mi padre había nacido en La Habana. Cubano hasta la médula, a pesar de haber vivido en otros países durante muchos años, quiso dejar sus huesos en esta tierra y, por suerte, lo logró.
La pasión por la Isla me fue entrando por los poros, a través de la fascinación por el mar y el olor a salitre en la feliz circunstancia del agua por todas partes. Adquirí el sentido de pertenencia en el barrio donde transcurrió parte de mi infancia y de mi juventud, aquel San Juan de Dios cercano a la Loma del Ángel, habitado por gente modesta, trabajadora, pobre, pero decente, obreros, dependientes de tiendas, maestras normalistas sin trabajo, oficinistas. Era un mundo de puertas abiertas, en el que cualquiera socorría al vecino en caso de necesidad y se conversaba de balcón a balcón a través de la estrecha calle Peña Pobre. Fue también en el parque, donde todavía se entonaban rondas como «Arroz con leche se quiere casar con una viudita de la capital…». En la primaria aprendí los rudimentos de nuestra historia. Una caída violenta amenazaba con dejarme una cicatriz: «No importa —contesté— tendré una estrella en la frente como Calixto García».
De ese modo, fui avanzando por la vida. Viajé. Me especialicé en literatura francesa en París. Recuperé mis vínculos con mi familia italiana. Pero en el alma tenía ya sembrados el arraigo a la nación y a la cultura cubanas, ambas inseparables. Se había afianzado durante mis estudios universitarios, cuando estrené mi voluntad de lucha a favor de la construcción de un país verdaderamente soberano, que no se mostrara al mundo como una república bananera. Después del triunfo de la Revolución, tuve la oportunidad de contribuir a la edificación de esos sueños en los espacios que me resultaban cercanos: la educación y la cultura.
Evoco esos recuerdos porque las definiciones conceptuales son imprescindibles en los días que corren. Las bases de la nación residen en ese mosaico diverso del que todos formamos parte, un pueblo de intelectuales, obreros, campesinos, activistas políticos, portadores de tradición y memoria diversas marcadas por la localidad, por la raza, por la edad, por el género, que compartimos angustias, dificultades y celebraciones festivas. La creación artística y literaria constituye parte de esas complejas redes culturales. En la historia de cada una de las manifestaciones se ha producido siempre el intercambio estimulante entre el adentro y el afuera. No comparto por ello las preocupaciones de quienes observaron con desconfianza el concierto de los Rolling Stones. Pensé de inmediato en la generación que convirtió en íconos a los Beatles. Allí estuvieron grupos de amigos junto a sus hijos de distintas edades, en feliz convergencia de generaciones. La auténtica creación de nuestro país tiene la capacidad de metabolizarlo todo.
Sin embargo, la batalla contemporánea por la supervivencia de las naciones se libra en el terreno de la cultura otra, la que entra por los poros, por las distintas vías de comunicación masiva. Es la que interviene directamente en la vida cotidiana, fabrica sueños, favorece la evasión e inhibe el ejercicio del pensar. El hacedor de una obra material o inmaterial, semejante al artista, guarda con ella una relación afectiva, siempre que en la realización se hubiera desplegado amor y entrega. En las noches febriles de desvelo se acrecienta el cariño por los hijos.
Complejo tejido de vida, memoria, costumbres, formas de convivencia, celebraciones, imágenes artísticas, la cultura nutre el imaginario popular y cristaliza en los símbolos sagrados de la patria. Los cubanos nunca hemos sido xenófobos: minados por la feliz circunstancia del agua por todas partes, la Isla ha sido un puerto. Terminada la Guerra de Independencia, los españoles que optaron por permanecer en el país, incluidos soldados del ejército de ocupación, recibieron trato respetuoso y fundaron hogares. Pero el orgullo legítimo emanado de una cultura de resistencia, no puede ser lacerado. Se contrapone al aldeano vanidoso, mimético seguidor de modas ajenas a las demandas de su contexto específico, ciudadano vergonzante de un país que subestima, obsequioso y obsecuente con los prepotentes que lo desprecian.
Estos comentarios nacen de algunos fenómenos que, coincidentes, se han manifestado en la capital. Rápido y furioso, filme comercial de pésima calidad, irrumpe de manera violenta en el vivir habanero. Perturbó las comunicaciones en las áreas centrales. Afectó a estudiantes y trabajadores. Añadió tensiones al difícil vivir cotidiano. Algo similar ocurrió con la presencia de la pasarela de Chanel. Impuso prohibiciones inaceptables a los pobladores de algunas zonas. La llegada del primer crucero norteamericano, según la difundieron nuestros medios informativos, fue acogida por una coreografía propia de un cabaret más que de un espacio público: las muchachas portaban un brevísimo vestuario hecho con la bandera nacional.
El sentido común indica la necesidad de abrir vías al comercio, a la inversión y al turismo para afrontar las dificultades económicas que nos afligen. El mandato de la realidad no puede llevarnos a olvidar que se trata, ante todo, de la lucha secular por la defensa de la nación soberana. Nos ampara el derecho a establecer, en cada caso, las reglas del juego. Es deber de todos exigir el respeto a la dignidad de nuestros ciudadanos, aquello que Martí nombraba decoro. El Maestro aspiró a morir de cara al sol. Así fue su caída, un 19 de mayo. Yo también quiero morir así, de cara a la luz, a la verdad, a los principios, al sentido de mi existencia, descubierto en esta Isla a la que llegué a punto de cumplir ocho años, sin saber el idioma y sin tener noción de su historia y su geografía. Aquí me sumé a la causa de la emancipación humana, a la lucha por los marginados de la tierra.
Fuente: Juventud Rebelde / Foto: Sergio Serrano
Comentarios