(Por Alfredo Molano*)
Agradezco la invitación que me han hecho el Comité de solidaridad con Cuba para hablar hoy, cuando Fidel cumple 90 años. La considero un gran honor y un gran privilegio. Pertenezco a la generación que lo acató y siguió –y continúa siguiéndolo– sin reticencias desde aquel memorable primer día de 1959. Cursaba yo IV bachillerato y andaba alebrestado buscando las causas de la injusticia y de la miseria que desde muy niño me inquietaban. Guardo la impresión de cientos de campesinos durmiendo en las aceras de un pueblo donde pasábamos vacaciones, que después supe era gente que huía de los bombardeos del Ejército sobre Villarrica, Tolima, en 1955 y que García Márquez relata en un texto de juventud.
“Dentro del plan de operaciones (militares), la población de Villarrica había sido evacuada y sus habitantes trasladados a Buenos Aires, Ibagué y Ambalema, principalmente. ‘Como es natural –escribía un corresponsal en la capital de Tolima–, las escenas son impresionantes por cuanto los millares de evacuados llegan sin haber tenido tiempo de traer consigo sus enseres. Mal vestidos, llevan en sus rostros la huella del sobrecogimiento’. Allí, en el torrente de la población desplazada, iban también los niños de Villarrica”.
Esas escenas eran sensaciones sobre las que galopaban interrogantes: ¿Quiénes son esos campesinos? ¿De dónde vienen? ¿Quién los persigue? ¿Por qué?
Cuando Fidel y sus compañeros –El Che, Camilo, Raúl, Juanito Almeida– entraron el primero de enero de 1959 en La Habana, recuerdo que mi papá, que era un liberal a secas, comentó: “Así no quedarán más dictaduras en América Latina”. En efecto, en 1957 había caído Rojas Pinilla y un año después, Pérez Jiménez en Venezuela. Yo había oído mentar a Fidel porque me habían leído el famoso reportaje que Herbert Mattews hizo para el New York Times en febrero de 1957, que dio cuenta por primera vez de quién era Fidel Castro:
“Es un hombre corpulento, de seis pies, de piel aceitunada, de cara llena, de barba dispareja. Vestía un uniforme color verde olivo y llevaba un rifle con mirilla telescópica del cual se siente orgulloso… Su personalidad es abrumadora. Es fácil convencernos de que sus hombres lo adoran y comprender por qué es el inspirador de la juventud de Cuba. Estaba frente a un hombre de ideales, de coraje y de cualidades para el liderazgo”.
No recuerdo cuando comenzaron las expropiaciones de los ingenios azucareros, pero tengo nítida la imagen de Fidel con sombrero de mambí cortando caña de azúcar con un machete en una jornada patriótica. El Gobierno sudando hombro a hombro con los corteros fue una imagen tan fuerte como aquella de los comandantes de la Revolución protestando codo a codo contra el saboteo criminal de la economía cubana. La imagen legendaria del Che, iluminado de fe en la victoria, y la de Fidel mirando desde la escotilla de un tanque la derrota de la contrarrevolución en Bahía Cochinos. Mientras tanto, en Colombia los partidos Liberal y Conservador se repartían milimétricamente el poder y aceptaban con servilismo las determinaciones de la Conferencia de Punta del Este donde se creó la Alianza para el Progreso contra Cuba, tal como se lo repitió el Che. Fidel hizo entonces la contundente advertencia: De seguir como van las cosas, “la cordillera de los Andes sería la Sierra Maestra de América”.
Algún día descubrí, no por casualidad, la Voz de La Habana que tramita los enormes discursos de Fidel, el 1º de mayo, el 26 de julio, el 1º de enero y los otros inaugurando el Plan de cítricos, el Plan lechero, las visitas a Pinar del Río, a Santa Clara o a su muy querido Santiago. En cada lugar, en cada oportunidad, las palabras de Fidel eran cátedras de historia, filosofía, política, tecnología. Pero más que oírlo a él, oíamos –porque ya éramos muchos– sus diálogos con el pueblo: ¡Qué sintonía! ¡Que identidad! Conocimos a historia de Cuba y del Caribe, aprendimos a querer a Maceo, a Martí, a Echevarría, a Frank País y a Melba Hernández desde luego vibrábamos con “La Historia me absolverá”. La historia, la vida, nos daban la razón; ella impartirá justicia; ella estaba de nuestro lado. La misma idea desarrollada por Marx y Hegel, como sabríamos después, y en la que hoy todavía confiamos, para no decir, tenemos fe. Aquel texto, junto a las Declaraciones de La Habana, sobre todo la Segunda, fue nuestra biblia, El manifiesto comunista de América Latina.
Recuerdo aquel octubre de 1962. Yo estaba estudiando para los exámenes finales de bachillerato. Toda mi atención quedó subordinada –día y noche– al desarrollo de la crisis. Los misiles, el avión espía U2, los cañones antiaéreos instalados en el Hotel Nacional. Fidel frente a su gente armada, el Ejército Revolucionario de Cuba. La posibilidad real de un bombazo nuclear que consumiera el Caribe. Mientras tanto, la Guerra Fría avanzaba en nuestra casa: El general Yarborough –comandante de Fort Bragg, la escuela militar donde se entrenaban las fuerzas contrainsurgentes– visitó Colombia en 1962, batallón por batallón, para imponer la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, la que se propuso cazar el enemigo interno, entrenar las tropas en “sabotaje y terrorismo contra conocidos partidarios del comunismo”, enseñando técnicas para “ablandar al enemigo arrancándole cada pedazo de información”; fumigar con químicos los nidos de la subversión. Esos nidos fueron llamados “Repúblicas Independientes” por Álvaro Gómez Hurtado, en el Senado. El escenario de la Guerra Fría estaba siendo cuidadosamente preparado. En 1964 se lanzó la Operación Marquetalia, decisión que cambió el carácter del conflicto armado. Un año después, el Che Guevara se despidió de Fidel: “Yo puedo hacer lo que te está negado por tu responsabilidad al frente de Cuba y llegó la hora de separarnos… te doy las gracias por tus enseñanzas y tu ejemplo, al que trataré de ser fiel hasta las últimas consecuencias de mis actos”. Muchos quisimos seguirlo. Cuba, solitaria, continuó su lucha. Fidel se comprometió con la guerra de Vietnam, con la revolución chilena; con la liberación de Angola, de Namibia, de Suráfrica.
En Colombia, la insurgencia se fortalecía y se desparramaba por todo el país. Los campesinos invadían haciendas, tumbaban selvas; la gente organizaba paros, los estudiantes, manifestaciones. La cuestión agraria se tornó en un desafío: los cultivos ilícitos. Al tiempo, el Estado cerró los ojos ante un proceso que se daba a la vista de todos: el paramilitarismo.
En noviembre del 2001, estando yo exiliado en España, fui invitado a Cuba, a una reunión entre delegados del gobierno colombiano y miembros del Comando Central del ELN, impulsada por Fidel. Ese día lo conocí personalmente, me saludó como a todos los invitados dándome la mano. Me impresionó la finura de sus dedos y al mismo tiempo su fuerza. Con mucha discreción a todos nos animó a contribuir a la paz, “haciendo el sacrificio que haya que hacer”. Hoy sabemos de qué sacrificio hablaba.
Por aquellos días el paramilitarismo se empeñaba en refundar la patria. Miles de muertos. Se ensañó contra familiares de quienes tenían en sus listas de enemigos. Temí que mis hijos menores fueran víctimas de esa locura sangrienta. Cuba los alojó con generosidad y, agregaría, con cariño. Conocieron la Revolución cubana en momentos en que la isla salía del período especial a raíz del colapso del mundo soviético. Nunca han olvidado la gran lección que aprendieron viviendo en Cuba: allá, el tiempo –me dijeron cuando me vieron escribiendo este texto– no se mide en riqueza sino en afecto.
Al cumplir Fidel 90 años me uno a la celebración que el mundo le tributa al hombre que ha sido nuestra luz y nuestro aliento. Fidel ha sido la fuerza de nuestra generación. Ha hecho la historia que hemos vivido y la que hemos sufrido. Quisiera traer esta tarde una frase que pronunció cuando regresaron a Cuba los restos del Che: “A mucha gente –dijo en una entrevista– no le queda fácil resignarse a la idea de la muerte del Che. ¿Y a qué obedece eso? A que ellos tienen una presencia permanente. En todo”.
¡Gloria para siempre al victorioso comandante del tiempo!
Bogotá, agosto 10 de 2016
* Palabras pronunciadas por el intelectual colombiano Alfredo Molano en la celebración del cumpleaños 90 de Fidel Castro, en Bogotá.
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