(Por Alfredo Serrano Mancilla / CELAG)
En la política, el acto de resistir siempre estuvo estrechamente vinculado con ser una fuerza subalterna y opositora. Desde las corrientes progresistas se resistió durante mucho tiempo frente a las dictaduras que hubo en América Latina en la segunda mitad del siglo XX. Pusieron los muertos, los desaparecidos y los exiliados. A pesar de ser una gran mayoría la que se oponía a esos regímenes totalitarios, se estuvo siempre condenado a estar en un rincón del cuadrilátero soportando golpes tras golpes. Y eso inevitablemente se quedó como parte de la subjetividad de la izquierda. Caló fuertemente esa idea de situarse como algo marginal, sin posibilidad de tener acceso al poder, siempre en lucha contra aquellos que gobernaban.
Luego, años después, las mayorías sociales también tuvieron que soportar el tsunami neoliberal durante décadas. En ese tiempo, la izquierda latinoamericana resistió como pudo, pero siempre siendo oposición. Marchas y huelgas conformaron parte de la dinámica opositora frente a las políticas económicas contrarias a las necesidades de la ciudadanía. En gran medida, toda esa actividad política discurría por afuera de las instituciones y partidos tradicionales. Las calles y las plazas concentraban demandas y protestas.
La resistencia fue la esencia de ese nuevo actor constituyente contra hegemónico. Aún quedaba muy lejos la idea de llegar a tener el poder político suficiente para cambiar realmente las cosas. Durante ese ciclo largo de restauración conservadora, la resistencia quedó muy circunscrita a una tarea opositora. La única excepción prolongada fue Cuba que supo resistir a adversidades de todo tipo desde una posición de gobierno. Pero en el resto del continente, en esos años, resistir desde la oposición era lo más común. Nos acostumbramos a considerarnos fuerza residual. Parecía impensable construir una mayoría política y electoral a pesar de tener una amplia fuerza social.
Sin embargo, esa época terminó con la llegada del siglo XXI. Seguramente fue Chávez el primero que tuvo muy claro que había que tomar el poder político para transformar. A Chávez le siguieron Lula, Néstor, Evo, Correa. Y así el siglo XXI fue cambiando el sentido común de ese progresismo que comenzó a pensar en cómo consolidar el poder necesario para avanzar en pro de la gente. Pero no fue lo único que se transformó. También fue evolucionando el significante del resistir.
He aquí definitivamente el nuevo reto para esta nueva época. En el actual ciclo corto de arremetida restauradora, en países como Venezuela, Bolivia o Ecuador, nace una prioridad estratégica: aprender a resistir desde la responsabilidad de tener que gobernar. En Argentina, no se logró a tiempo. En Brasil, por otras razones, tampoco. No se supo resistir desde la condición de gobierno a todos los embistes que vinieron: económicos, judiciales, mediáticos.
Por todo ello se hace absolutamente imprescindible tener que aprender a marcha acelerada cómo se debe resistir mientras se gobierna. No es tarea fácil porque resistir resulta mucho menos seductor que prometer cualquier cosa. Sin embargo, habrá que reciclarse en clave pedagógica para explicar por qué estamos ante un nuevo tiempo de resistencia coyuntural para seguir caminando hacia delante. Resistir, en este sentido, no significa justamente repetir constantemente ese anodino discurso del miedo de volver al pasado. El desafío es otro. Es recalcular la ruta con un nuevo GPS. Es entender que ahora se gobierna con viento en contra. Estamos ante una fuerte caída de los precios de los commodities; estamos ante un escenario en el que es imposible aparecer como lo nuevo o como el cambio; estamos ante un desgaste natural luego de tantos años. El tempo político es otro y cabe reconocerlo. Esto de ninguna manera implica que la única alternativa sea tirar la toalla. Ni mucho menos. Se trata precisamente de resignificar la importancia que tiene resistir en tiempos difíciles.
Fuente: CELAG
Comentarios