Por: Jesús Arboleya Cervera
En 1998, apenas dos años después de ser aprobada la ley Helms-Burton, el Center for Public Integrity (CPI), una reconocida organización no lucrativa dedicada a la investigación periodística con el fin manifiesto de “revelar abusos de poder y la corrupción de instituciones públicas y privadas” de Estados Unidos, publicó un extenso informe sobre el origen de esta ley, que hasta hoy no ha sido refutado (*).
Según el CPI, todo comenzó cuando el republicano Jesse Helms asumió la presidencia del Comité de Relaciones Exteriores del Senado y propuso una agenda de diez puntos, encaminada a cambiar el sentido de la política exterior del entonces presidente Bill Clinton.
Quizás porque Cuba se le antojaba como uno de los escasos remanentes del socialismo en el mundo, la Isla aparecerá en el tope de esta agenda. No era de esperar otra cosa de un fanático anticomunista, que había votado contra el fin de la segregación racial, el derecho de los homosexuales, las investigaciones contra el SIDA y todas las propuestas de beneficio social que tuvo ante sí, durante 30 años de permanencia en el cuerpo legislativo.
Para llevar a cabo esta tarea, Helms nombró a su ayudante Dan Fisk, quien se encargó de reunir a un equipo que contó con la colaboración de los congresistas republicanos cubanoamericanos Lincoln Díaz Balart e Ileana Ros-Lehtinen, así como de los senadores demócratas Bob Menéndez y Robert Torricelli, todos los cuales ya habían trabajado en legislaciones previas contra Cuba.
Como contraparte de Helms, en la cámara baja fue escogido el congresista republicano Dan Burton, entonces al frente del subcomité del Hemisferio Occidental de la Cámara de Representantes, a pesar de que una de sus propuestas más celebres fue desplegar naves norteamericanas en las ¡costas de Bolivia!, con el fin de detener el tráfico de drogas.
Originario de Indiana, Burton era famoso por su destreza para jugar al golf, en lo que empleaba la mayor parte del tiempo, y el apoyo al régimen de apartheid en Suráfrica. Aunque probablemente tampoco sabía ubicar a Cuba en un mapa, recibía más contribuciones de Miami que de su estado natal.
Para encargarse de la “misión cubana”, Burton nombró a Roger Noriega, entonces un oscuro funcionario de la Cámara de Representantes, que hizo carrera como promotor de las políticas más agresivas de Estados Unidos en América Latina.
El CPI nos cuenta que el capítulo I de la ley fue básicamente un compendio de las propuestas que Díaz Balart ya había hecho al Congreso contra Cuba. Que el capítulo II fue una obra mayormente de Bob Menéndez, interesado en establecer las condiciones para el cambio de régimen y el levantamiento del embargo y que el capítulo IV no era nada novedoso, toda vez que se refería a las sanciones a aplicar contra los extranjeros que no cumplieran las disposiciones norteamericanas, algo bastante común en la política exterior del país.
Sin embargo, el CPI consideraba muy original el capítulo III, toda vez que introducía el presupuesto de equiparar ante la ley internacional los derechos de propiedad, con los humanos o los ambientales. Para Fisk, todavía estudiante de derecho en la universidad de Georgetown, si un torturado podía hacer causa legal contra sus torturadores, la misma lógica debía imperar para el caso de una persona privada de su propiedad por cualquier gobierno en cualquier parte.
Contrario al criterio bastante extendido de que la Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA), entonces la organización más poderosa de la extrema derecha cubanoamericana, había sido determinante en la redacción de la ley, el CPI asegura que fueron rechazados de este proceso, debido a la estridencia de sus posiciones. Además, dice el CPI, la FNCA abogaba por que las propiedades “recuperadas” en Cuba fueran puestas en subasta, lo que contradecía el interés de los reclamantes.
Los redactores de la ley prefirieron recurrir a los abogados y lobistas de grandes negocios cubanos nacionalizados en 1960. En particular la empresa Bacardí, que jugó un papel decisivo en el proceso de diseño y aprobación de la ley. Manuel J. Cutillas, director ejecutivo de la empresa, el entonces lobista Otto Reich e Ignacio Sánchez, socio del bufete Kelly-Drye and Warren, una firma con base en New York que representaba los intereses de la Bacardí, desempeñaron un rol muy activo en la redacción del texto y la búsqueda de consenso para su aprobación.
Más allá de una larga tradición en actividades contra el gobierno cubano, que incluyó la promoción de grupos terroristas, la empresa Bacardí tenía un interés especial en la Ley Helms-Burton porque, como explica el informe del CPI, no era una empresa cubana ni norteamericana, sino bahameña, por lo que solo gracias al título III, su subsidiaria en Miami podía aparecer como reclamante y recurrir a las cortes estadounidenses.
Inicialmente el gobierno de Bill Clinton fue un firme opositor de esta ley. Según el CPI, esta posición le fue oficialmente transmitida a Ricardo Alarcón, entonces presidente de la Asamblea Nacional de Cuba, por Peter Tarnoff, subsecretario de Estado, en el contexto de conversaciones secretas entre los dos gobiernos, que se llevaban a cabo en Toronto, Canadá, y que concluyeron con la adopción del acuerdo migratorio de 1994 entre los dos países.
Convocado por el propio Helms, en junio de 1995, Tarnoff expuso ante el senado los argumentos de la administración. En primer lugar, decía Tarnoff, la ley violaba los derechos constitucionales del poder ejecutivo para conducir la política exterior del país, también varios tratados internacionales, las obligaciones de Estados Unidos ante el FMI y el Banco Mundial, así como las relaciones con socios extranjeros, que en represalia podían tomar medidas similares contra empresas estadounidenses.
Refiriéndose al capítulo III, cuenta el CPI, Tarnoff alertó que, si Estados Unidos se arrogaba tales facultades para sus cortes, nada impedía que otros países hiciesen lo mismo. Al decir de Tarnoff, esta ley afectaría el frágil sistema legal internacional, gracias al cual se habían resuelto decenas de miles de reclamaciones a favor de ciudadanos norteamericanos en diversas partes del mundo.
Respecto a conceder el derecho de demandar en cortes de Estados Unidos a personas que no eran norteamericanos en el momento de la nacionalización, Tarnoff decía que bajo la ley internacional Estados Unidos no tenía ningún derecho a intervenir en un asunto que correspondía a un Estado extranjero dentro de sus propias fronteras.
Estos argumentos, dichos por el propio gobierno que finalmente aprobó la ley, debieron haber sido suficientes para descalificarla. Pero el CPI también relata la oposición del Comité Conjunto de Reclamaciones a Cuba, integrado por las compañías norteamericanas nacionalizadas en 1960, donde figuraban empresas de la envergadura del Chase Manhattan Bank, la Coca Cola y la ITT.
Según declararon sus voceros, “el reconocimiento de otro grupo de reclamantes retrasaría y complicaría el acuerdo de las reclamaciones certificadas en las negociaciones con Cuba”. La adopción de Ley Helms-Burton también abortaría arreglos directos con el gobierno cubano que estaban siendo explorados por empresas como Amstar, heredera de la American Sugar, que poseía en Cuba más de mil millas cuadradas de tierra.
Aunque para aprobar la Ley Helms-Burton finalmente se utilizó el pretexto del nefasto incidente de la voladura de dos avionetas de la organización “Hermanos al Rescate”, las cuales violaron repetidamente el espacio aéreo cubano en 1996, todo parece indicar que la verdadera razón radicaba en el interés de Clinton de no enejarse el apoyo de la extrema derecha cubanoamericana en las elecciones de ese año.
Ahora, con la puesta en marcha del Título III por parte de la administración Trump, después que la lógica recomendó mantenerlo suspendido durante 23 años, se confirma el criterio que las elecciones norteamericanas son muy peligrosas.
(*) Patrick J. Kiger: Squeeze Play: The United States, Cuba and the Helms-Burton Act, Center for Public Integrity, 1998.
(Tomado de Progreso Semanal)
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